Spes non confundit
BULA DE CONVOCACIÓN
DEL JUBILEO ORDINARIO
DEL AÑO 2025
FRANCISCO
Obispo de Roma
Siervo de los Siervos de Dios
a cuantos lean esta carta la esperanza les colme el corazón
1.
«Spes non confundit», «la esperanza no defrauda» (Rm 5,5).
Bajo el signo de la esperanza el apóstol Pablo infundía aliento a la comunidad
cristiana de Roma. La esperanza también constituye el mensaje central del
próximo Jubileo, que según una antigua tradición el Papa convoca cada
veinticinco años. Pienso en todos los peregrinos de esperanza que
llegarán a Roma para vivir el Año Santo y en cuantos, no pudiendo venir a la
ciudad de los apóstoles Pedro y Pablo, lo celebrarán en las Iglesias
particulares. Que pueda ser para todos un momento de encuentro vivo y personal
con el Señor Jesús, «puerta» de salvación (cf. Jn 10,7.9); con
Él, a quien la Iglesia tiene la misión de anunciar siempre, en todas partes y a
todos como «nuestra esperanza» (1 Tm 1,1).
Todos
esperan. En el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y
expectativa del bien, aun ignorando lo que traerá consigo el mañana. Sin
embargo, la imprevisibilidad del futuro hace surgir sentimientos a menudo
contrapuestos: de la confianza al temor, de la serenidad al desaliento, de la
certeza a la duda. Encontramos con frecuencia personas desanimadas, que miran
el futuro con escepticismo y pesimismo, como si nada pudiera ofrecerles
felicidad. Que el Jubileo sea para todos ocasión de reavivar la esperanza. La
Palabra de Dios nos ayuda a encontrar sus razones. Dejémonos conducir por lo
que el apóstol Pablo escribió precisamente a los cristianos de Roma.
Una Palabra de esperanza
2.
«Justificados, entonces, por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de
nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia en
la que estamos afianzados, y por él nos gloriamos en la esperanza de la gloria
de Dios. [...] Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha
sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido
dado» (Rm 5,1-2.5). Los puntos de reflexión que aquí nos propone
san Pablo son múltiples. Sabemos que la Carta a los Romanos marca un paso
decisivo en su actividad de evangelización. Hasta ese momento la había
realizado en el área oriental del Imperio y ahora lo espera Roma, con todo lo que
esta representa a los ojos del mundo: un gran desafío, que debe afrontar en
nombre del anuncio del Evangelio, el cual no conoce barreras ni confines. La
Iglesia de Roma no había sido fundada por Pablo, pero él sentía vivo
el deseo de llegar allí pronto para llevar a todos el Evangelio de Jesucristo,
muerto y resucitado, como anuncio de la esperanza que realiza las promesas,
conduce a la gloria y, fundamentada en el amor, no defrauda.
3.
La esperanza efectivamente nace del amor y se funda en el amor que brota del
Corazón de Jesús traspasado en la cruz: «Porque si siendo enemigos, fuimos
reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más ahora que estamos
reconciliados, seremos salvados por su vida» (Rm 5,10). Y su vida
se manifiesta en nuestra vida de fe, que empieza con el Bautismo; se desarrolla
en la docilidad a la gracia de Dios y, por tanto, está animada por la
esperanza, que se renueva siempre y se hace inquebrantable por la acción del
Espíritu Santo.
En
efecto, el Espíritu Santo, con su presencia perenne en el camino de la Iglesia,
es quien irradia en los creyentes la luz de la esperanza. Él la mantiene
encendida como una llama que nunca se apaga, para dar apoyo y vigor a nuestra
vida. La esperanza cristiana, de hecho, no engaña ni defrauda, porque está
fundada en la certeza de que nada ni nadie podrá separarnos nunca del amor
divino: «¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? ¿Las
tribulaciones, las angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los
peligros, la espada? [...] Pero en todo esto obtenemos una amplia
victoria, gracias a aquel que nos amó. Porque tengo la certeza de que ni la
muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo
futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra
criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús,
nuestro Señor» ( Rm 8,35.37-39). He aquí porqué esta esperanza
no cede ante las dificultades: porque se fundamenta en la fe y se nutre de la
caridad, y de este modo hace posible que sigamos adelante en la vida. San
Agustín escribe al respecto:«Nadie, en efecto, vive en cualquier género de vida
sin estas tres disposiciones del alma: las de creer, esperar, amar». [1]
4.
San Pablo es muy realista. Sabe que la vida está hecha de alegrías y dolores,
que el amor se pone a prueba cuando aumentan las dificultades y la esperanza
parece derrumbarse frente al sufrimiento. Con todo, escribe: «Más aún, nos
gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación
produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la
esperanza» (Rm 5,3-4). Para el Apóstol, la tribulación y el
sufrimiento son las condiciones propias de los que anuncian el Evangelio en
contextos de incomprensión y de persecución (cf. 2 Co 6,3-10).
Pero en tales situaciones, en medio de la oscuridad se percibe una luz; se
descubre cómo lo que sostiene la evangelización es la fuerza que brota de la
cruz y de la resurrección de Cristo. Y eso lleva a desarrollar una virtud
estrechamente relacionada con la esperanza: la paciencia. Estamos
acostumbrados a quererlo todo y de inmediato, en un mundo donde la prisa se ha
convertido en una constante. Ya no se tiene tiempo para encontrarse, y a menudo
incluso en las familias se vuelve difícil reunirse y conversar con
tranquilidad. La paciencia ha sido relegada por la prisa, ocasionando un daño grave
a las personas. De hecho, ocupan su lugar la intolerancia, el nerviosismo y a
veces la violencia gratuita, que provocan insatisfacción y cerrazón.
Asimismo,
en la era del internet, donde el espacio y el tiempo son
suplantados por el “aquí y ahora”, la paciencia resulta extraña. Si aun
fuésemos capaces de contemplar la creación con asombro, comprenderíamos cuán
esencial es la paciencia. Aguardar el alternarse de las estaciones con sus
frutos; observar la vida de los animales y los ciclos de su desarrollo; tener
los ojos sencillos de san Francisco que, en su Cántico de las criaturas,
escrito hace 800 años, veía la creación como una gran familia y llamaba al sol
“hermano” y a la luna “hermana” [2]. Redescubrir la paciencia hace mucho bien
a uno mismo y a los demás. San Pablo recurre frecuentemente a la paciencia para
subrayar la importancia de la perseverancia y de la confianza en aquello que
Dios nos ha prometido, pero sobre todo testimonia que Dios es paciente con
nosotros, porque es «el Dios de la constancia y del consuelo» ( Rm 15,5).
La paciencia, que también es fruto del Espíritu Santo, mantiene viva la
esperanza y la consolida como virtud y estilo de vida. Por lo tanto, aprendamos
a pedir con frecuencia la gracia de la paciencia, que es hija de la esperanza y
al mismo tiempo la sostiene.
Un camino de esperanza
5.
Este entretejido de esperanza y paciencia muestra claramente cómo la vida
cristiana es un camino, que también necesita momentos
fuertes para alimentar y robustecer la esperanza, compañera
insustituible que permite vislumbrar la meta: el encuentro con el Señor Jesús.
Me agrada pensar que fue justamente un itinerario de gracia, animado por la
espiritualidad popular, el que precedió la convocación del primer Jubileo en el
año 1300. De hecho, no podemos olvidar las distintas formas por medio de las
cuales la gracia del perdón ha sido derramada con abundancia sobre el santo
Pueblo fiel de Dios. Recordemos, por ejemplo, el gran “perdón” que san
Celestino V quiso conceder a cuantos se dirigían a la Basílica Santa María de
Collemaggio, en L’Aquila, durante los días 28 y 29 de agosto de 1294, seis años
antes de que el Papa Bonifacio VIII instituyese el Año Santo. Así pues, la
Iglesia ya experimentaba la gracia jubilar de la misericordia. E incluso antes,
en el año 1216, el Papa Honorio III había acogido la súplica de san Francisco
que pedía la indulgencia para cuantos fuesen a visitar la Porciúncula durante
los dos primeros días de agosto. Lo mismo se puede afirmar para la
peregrinación a Santiago de Compostela; en efecto, el Papa Calixto II, en 1122,
concedió que se celebrara el Jubileo en ese Santuario cada vez que la fiesta
del apóstol Santiago coincidiese con el domingo. Es bueno que esa modalidad
“extendida” de celebraciones jubilares continúe, de manera que la fuerza del
perdón de Dios sostenga y acompañe el camino de las comunidades y de las
personas.
No
es casual que la peregrinación exprese un elemento fundamental
de todo acontecimiento jubilar. Ponerse en camino es un gesto típico de quienes
buscan el sentido de la vida. La peregrinación a pie favorece mucho el
redescubrimiento del valor del silencio, del esfuerzo, de lo esencial. También
el año próximo los peregrinos de esperanza recorrerán caminos
antiguos y modernos para vivir intensamente la experiencia jubilar. Además, en
la misma ciudad de Roma habrá otros itinerarios de fe que se
añadirán a los ya tradicionales de las catacumbas y las siete iglesias.
Transitar de un país a otro, como si se superaran las fronteras, pasar de una
ciudad a la otra en la contemplación de la creación y de las obras de arte
permitirá atesorar experiencias y culturas diferentes, para conservar dentro de
sí la belleza que, armonizada por la oración, conduce a agradecer a Dios por
las maravillas que Él realiza. Las iglesias jubilares, a lo largo de los
itinerarios y en la misma Urbe, podrán ser oasis de espiritualidad en los cuales
revitalizar el camino de la fe y beber de los manantiales de la esperanza,
sobre todo acercándose al sacramento de la Reconciliación, punto de partida
insustituible para un verdadero camino de conversión. Que en las Iglesias
particulares se cuide de modo especial la preparación de los sacerdotes y de
los fieles para las confesiones y el acceso al sacramento en su forma
individual.
A
los fieles de las Iglesias orientales, en especial a aquellos que ya están en
plena comunión con el Sucesor de Pedro, quiero dirigir una invitación
particular a esta peregrinación. Ellos, que han sufrido tanto por su fidelidad
a Cristo y a la Iglesia, muchas veces hasta la muerte, deben sentirse
especialmente bienvenidos a esta Roma que es Madre también para ellos y que
custodia tantas memorias de su presencia. La Iglesia católica, que está
enriquecida por sus antiquísimas liturgias, por la teología y la espiritualidad
de los Padres, monjes y teólogos, quiere expresar simbólicamente la acogida a
ellos y a sus hermanos y hermanas ortodoxos, en una época en la que ya están
viviendo la peregrinación del Vía crucis; con la que frecuentemente son
obligados a dejar sus tierras de origen, sus tierras santas, de las que la
violencia y la inestabilidad los expulsan hacia países más seguros. Para ellos
la experiencia de ser amados por la Iglesia —que no los abandonará, sino que
los seguirá adondequiera que vayan— hace todavía más fuerte el signo del
Jubileo.
6.
El Año Santo 2025 está en continuidad con los acontecimientos de gracia precedentes.
En el último Jubileo ordinario se cruzó el umbral de los dos mil años del
nacimiento de Jesucristo. Luego, el 13 de marzo de 2015, convoqué un Jubileo
extraordinario con la finalidad de manifestar y facilitar el encuentro con el
“Rostro de la misericordia” de Dios [3], anuncio central del Evangelio para todas
las personas de todos los tiempos. Ahora ha llegado el momento de un nuevo
Jubileo, para abrir de par en par la Puerta Santa una vez más y ofrecer la
experiencia viva del amor de Dios, que suscita en el corazón la esperanza
cierta de la salvación en Cristo. Al mismo tiempo, este Año Santo orientará el
camino hacia otro aniversario fundamental para todos los cristianos: en el 2033
se celebrarán los dos mil años de la Redención realizada por medio de la
pasión, muerte y resurrección del Señor Jesús. Nos encontramos así frente a un
itinerario marcado por grandes etapas, en las que la gracia de Dios precede y
acompaña al pueblo que camina entusiasta en la fe, diligente en la caridad y
perseverante en la esperanza (cf. 1 Ts 1,3).
Apoyado
en esta larga tradición y con la certeza de que este Año jubilar será para toda
la Iglesia una intensa experiencia de gracia y de esperanza, dispongo que la
Puerta Santa de la Basílica de San Pedro, en el Vaticano, se abra a partir del
24 de diciembre del corriente año 2024, dando inicio así al Jubileo ordinario.
El domingo sucesivo, 29 de diciembre de 2024, abriré la Puerta Santa de la
Catedral de San Juan de Letrán, que el 9 de noviembre de este año celebrará los
1700 años de su dedicación. A continuación, el 1 de enero de 2025, solemnidad
de Santa María, Madre de Dios, se abrirá la Puerta Santa de la Basílica papal
de Santa María la Mayor. Y, por último, el domingo 5 de enero se abrirá la
Puerta Santa de la Basílica papal de San Pablo extramuros. Estas últimas tres
Puertas Santas se cerrarán el domingo 28 de diciembre del mismo año.
Establezco
además que el domingo 29 de diciembre de 2024, en todas las catedrales y
concatedrales, los obispos diocesanos celebren la Eucaristía como apertura
solemne del Año jubilar, según el Ritual que se preparará para la ocasión. En
el caso de la celebración en una iglesia concatedral el obispo podrá ser
sustituido por un delegado designado expresamente para ello. Que la
peregrinación desde una iglesia elegida para la collectio, hacia la
catedral, sea el signo del camino de esperanza que, iluminado por la Palabra de
Dios, une a los creyentes. Que en ella se lean algunos pasajes del presente
Documento y se anuncie al pueblo la indulgencia jubilar, que podrá obtenerse
según las prescripciones contenidas en el mismo Ritual para la celebración del
Jubileo en las Iglesias particulares. Durante el Año Santo, que en las Iglesias
particulares finalizará el domingo 28 de diciembre de 2025, ha de procurarse
que el Pueblo de Dios acoja, con plena participación, tanto el anuncio de
esperanza de la gracia de Dios como los signos que atestiguan su
eficacia.
El
Jubileo ordinario se clausurará con el cierre de la Puerta Santa de la Basílica
papal de San Pedro en el Vaticano el 6 de enero de 2026, Epifanía del Señor.
Que la luz de la esperanza cristiana pueda llegar a todas las personas, como
mensaje del amor de Dios que se dirige a todos. Y que la Iglesia sea testigo
fiel de este anuncio en todas partes del mundo.
Signos de esperanza
7.
Además de alcanzar la esperanza que nos da la gracia de Dios, también estamos
llamados a redescubrirla en los signos de los tiempos que el
Señor nos ofrece. Como afirma el Concilio Vaticano II, «es deber permanente de
la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz
del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia
responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la
vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas». [4] Por ello, es necesario poner
atención a todo lo bueno que hay en el mundo para no caer en la tentación de
considernos superados por el mal y la violencia. En este sentido, los signos de
los tiempos, que contienen el anhelo del corazón humano, necesitado de la
presencia salvífica de Dios, requieren ser transformados en signos de
esperanza.
8.
Que el primer signo de esperanza se traduzca en paz para el
mundo, el cual vuelve a encontrarse sumergido en la tragedia de la guerra.
La humanidad, desmemoriada de los dramas del pasado, está sometida a una prueba
nueva y difícil cuando ve a muchas poblaciones oprimidas por la brutalidad de
la violencia. ¿Qué más les queda a estos pueblos que no hayan sufrido ya? ¿Cómo
es posible que su grito desesperado de auxilio no impulse a los responsables de
las Naciones a querer poner fin a los numerosos conflictos regionales,
conscientes de las consecuencias que puedan derivarse a nivel mundial? ¿Es
demasiado soñar que las armas callen y dejen de causar destrucción y muerte?
Dejemos que el Jubileo nos recuerde que los que «trabajan por la paz» podrán
ser «llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). La exigencia de paz nos
interpela a todos y urge que se lleven a cabo proyectos concretos. Que no falte
el compromiso de la diplomacia por construir con valentía y creatividad
espacios de negociación orientados a una paz duradera.
9.
Mirar el futuro con esperanza también equivale a tener una visión de la vida
llena de entusiasmo para compartir con los demás. Sin embargo, debemos
constatar con tristeza que en muchas situaciones falta esta perspectiva. La
primera consecuencia de ello es la pérdida del deseo de transmitir la
vida. A causa de los ritmos frenéticos de la vida, de los temores ante el
futuro, de la falta de garantías laborales y tutelas sociales adecuadas, de
modelos sociales cuya agenda está dictada por la búsqueda de beneficios más que
por el cuidado de las relaciones, se asiste en varios países a una
preocupante disminución de la natalidad. Por el contrario, en otros
contextos, «culpar al aumento de la población y no al consumismo extremo y
selectivo de algunos es un modo de no enfrentar los problemas». [5]
La
apertura a la vida con una maternidad y paternidad responsables es el proyecto
que el Creador ha inscrito en el corazón y en el cuerpo de los hombres y las
mujeres, una misión que el Señor confía a los esposos y a su amor. Es urgente
que, además del compromiso legislativo de los estados, haya un apoyo convencido
por parte de las comunidades creyentes y de la comunidad civil tanto en su
conjunto como en cada uno de sus miembros, porque el deseo de los
jóvenes de engendrar nuevos hijos e hijas, como fruto de la fecundidad de
su amor, da una perspectiva de futuro a toda sociedad y es un motivo de
esperanza: porque depende de la esperanza y produce esperanza.
La
comunidad cristiana, por tanto, no se puede quedar atrás en su apoyo a la
necesidad de una alianza social para la esperanza, que sea
inclusiva y no ideológica, y que trabaje por un porvenir que se caracterice por
la sonrisa de muchos niños y niñas que vendrán a llenar las tantas cunas vacías
que ya hay en numerosas partes del mundo. Pero todos, en realidad, necesitamos
recuperar la alegría de vivir, porque el ser humano, creado a imagen y
semejanza de Dios (cf. Gn 1,26), no puede conformarse con
sobrevivir o subsistir mediocremente, amoldándose al momento presente y
dejándose satisfacer solamente por realidades materiales. Eso nos encierra en
el individualismo y corroe la esperanza, generando una tristeza que se anida en
el corazón, volviéndonos desagradables e intolerantes.
10.
En el Año jubilar estamos llamados a ser signos tangibles de esperanza para
tantos hermanos y hermanas que viven en condiciones de penuria. Pienso en
los presos que, privados de la libertad, experimentan cada día
—además de la dureza de la reclusión— el vacío afectivo, las restricciones
impuestas y, en bastantes casos, la falta de respeto. Propongo a los gobiernos
del mundo que en el Año del Jubileo se asuman iniciativas que devuelvan la
esperanza; formas de amnistía o de condonación de la pena orientadas a ayudar a
las personas para que recuperen la confianza en sí mismas y en la sociedad;
itinerarios de reinserción en la comunidad a los que corresponda un compromiso
concreto en la observancia de las leyes.
Es
una exhortación antigua, que surge de la Palabra de Dios y permanece con todo
su valor sapiencial cuando se convoca a tener actos de clemencia y de
liberación que permitan volver a empezar: «Así santificarán el quincuagésimo
año, y proclamarán una liberación para todos los habitantes del país» ( Lv 25,10).
El profeta Isaías retoma lo establecido por la Ley mosaica: el Señor «me envió
a llevar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a
proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, a
proclamar un año de gracia del Señor» ( Is 61,1-2). Estas son
las palabras que Jesús hizo suyas al comienzo de su ministerio, declarando que
él mismo era el cumplimiento del “año de gracia del Señor” (cf. Lc 4,18-19).
Que en cada rincón de la tierra, los creyentes, especialmente los pastores, se
hagan intérpretes de tales peticiones, formando una sola voz que reclame con
valentía condiciones dignas para los reclusos, respeto de los derechos humanos
y sobre todo la abolición de la pena de muerte, recurso que para la fe cristiana
es inadmisible y aniquila toda esperanza de perdón y de renovación. [6] Para ofrecer a los presos un signo
concreto de cercanía, deseo abrir yo mismo una Puerta Santa en una cárcel, a
fin de que sea para ellos un símbolo que invita a mirar al futuro con esperanza
y con un renovado compromiso de vida.
11.
Que se ofrezcan signos de esperanza a los enfermos que están
en sus casas o en los hospitales. Que sus sufrimientos puedan ser aliviados con
la cercanía de las personas que los visitan y el afecto que reciben. Las obras
de misericordia son igualmente obras de esperanza, que despiertan en los
corazones sentimientos de gratitud. Que esa gratitud llegue también a
todos los agentes sanitarios que, en condiciones no pocas veces difíciles,
ejercitan su misión con cuidado solícito hacia las personas enfermas y más
frágiles.
Que
no falte una atención inclusiva hacia cuantos hallándose en condiciones de vida
particularmente difíciles experimentan la propia debilidad, especialmente a los
afectados por patologías o discapacidades que limitan notablemente la autonomía
personal. Cuidar de ellos es un himno a la dignidad humana, un canto de
esperanza que requiere acciones concertadas por toda la sociedad.
12.
También necesitan signos de esperanza aquellos que en sí mismos la representan:
los jóvenes. Ellos, lamentablemente, con frecuencia ven que sus
sueños se derrumban. No podemos decepcionarlos; en su entusiasmo se fundamenta
el porvenir. Es hermoso verlos liberar energías, por ejemplo cuando se entregan
con tesón y se comprometen voluntariamente en las situaciones de catástrofe o
de inestabilidad social. Sin embargo, resulta triste ver jóvenes sin esperanza.
Por otra parte, cuando el futuro se vuelve incierto e impermeable a los sueños;
cuando los estudios no ofrecen oportunidades y la falta de trabajo o de una
ocupación suficientemente estable amenazan con destruir los deseos, entonces es
inevitable que el presente se viva en la melancolía y el aburrimiento. La
ilusión de las drogas, el riesgo de caer en la delincuencia y la búsqueda de lo
efímero crean en ellos, más que en otros, confusión y oscurecen la belleza y el
sentido de la vida, abatiéndolos en abismos oscuros e induciéndolos a cometer
gestos autodestructivos. Por eso, que el Jubileo sea en la Iglesia una ocasión
para estimularlos. Ocupémonos con ardor renovado de los jóvenes, los
estudiantes, los novios, las nuevas generaciones. ¡Que haya cercanía a los
jóvenes, que son la alegría y la esperanza de la Iglesia y del
mundo!
13.
No pueden faltar signos de esperanza hacia los migrantes, que
abandonan su tierra en busca de una vida mejor para ellos y sus familias. Que
sus esperanzas no se vean frustradas por prejuicios y cerrazones; que la
acogida, que abre los brazos a cada uno en razón de su dignidad, vaya
acompañada por la responsabilidad, para que a nadie se le niegue el derecho a
construir un futuro mejor. Que a los numerosos exiliados, desplazados y
refugiados, a quienes los conflictivos sucesos internacionales obligan a
huir para evitar guerras, violencia y discriminaciones, se les garantice la
seguridad, el acceso al trabajo y a la instrucción, instrumentos necesarios
para su inserción en el nuevo contexto social.
Que
la comunidad cristiana esté siempre dispuesta a defender el derecho de los más
débiles. Que generosamente abra de par en par sus acogedoras puertas, para que
a nadie le falte nunca la esperanza de una vida mejor. Que resuene en nuestros
corazones la Palabra del Señor que, en la parábola del juicio final, dijo:
«estaba de paso, y me alojaron», porque «cada vez que lo hicieron con el más
pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,35.40).
14.
Signos de esperanza merecen los ancianos, que a menudo experimentan
soledad y sentimientos de abandono. Valorar el tesoro que son, sus experiencias
de vida, la sabiduría que tienen y el aporte que son capaces de ofrecer, es un
compromiso para la comunidad cristiana y para la sociedad civil, llamadas a
trabajar juntas por la alianza entre las generaciones.
Dirijo
un recuerdo particular a los abuelos y a las abuelas, que
representan la transmisión de la fe y la sabiduría de la vida a las
generaciones más jóvenes. Que sean sostenidos por la gratitud de los hijos y el
amor de los nietos, que encuentran en ellos arraigo, comprensión y aliento.
15.
Imploro, de manera apremiante, esperanza para los millares de pobres,
que carecen con frecuencia de lo necesario para vivir. Frente a la sucesión de
oleadas de pobreza siempre nuevas, existe el riesgo de acostumbrarse y
resignarse. Pero no podemos apartar la mirada de situaciones tan dramáticas,
que hoy se constatan en todas partes y no sólo en determinadas zonas del mundo.
Encontramos cada día personas pobres o empobrecidas que a veces pueden ser
nuestros vecinos. A menudo no tienen una vivienda, ni la comida suficiente para
cada jornada. Sufren la exclusión y la indiferencia de muchos. Es escandaloso
que, en un mundo dotado de enormes recursos, destinados en gran parte a los
armamentos, los pobres sean «la mayor parte […], miles de millones de personas.
Hoy están presentes en los debates políticos y económicos internacionales, pero
frecuentemente parece que sus problemas se plantean como un apéndice, como una
cuestión que se añade casi por obligación o de manera periférica, si es que no
se los considera un mero daño colateral. De hecho, a la hora de la actuación
concreta, quedan frecuentemente en el último lugar». [7] No lo olvidemos: los pobres, casi
siempre, son víctimas, no culpables.
Llamamientos a la esperanza
16.
Haciendo eco a la palabra antigua de los profetas, el Jubileo nos recuerda
que los bienes de la tierra no están destinados a unos pocos
privilegiados, sino a todos. Es necesario que cuantos poseen riquezas sean
generosos, reconociendo el rostro de los hermanos que pasan necesidad. Pienso
de modo particular en aquellos que carecen de agua y de alimento. El hambre es
un flagelo escandaloso en el cuerpo de nuestra humanidad y nos invita a todos a
sentir remordimiento de conciencia. Renuevo el llamamiento a fin de que «con el
dinero que se usa en armas y otros gastos militares, constituyamos un Fondo
mundial, para acabar de una vez con el hambre y para el desarrollo de los
países más pobres, de tal modo que sus habitantes no acudan a soluciones
violentas o engañosas ni necesiten abandonar sus países para buscar una vida
más digna». [8]
Hay
otra invitación apremiante que deseo dirigir en vista del Año jubilar; va
dirigida a las naciones más ricas, para que reconozcan la gravedad de tantas
decisiones tomadas y determinen condonar las deudas de los
países que nunca podrán saldarlas. Antes que tratarse de magnanimidad es
una cuestión de justicia, agravada hoy por una nueva forma de iniquidad de la
que hemos tomado conciencia: «Porque hay una verdadera “deuda ecológica”,
particularmente entre el Norte y el Sur, relacionada con desequilibrios
comerciales con consecuencias en el ámbito ecológico, así como con el uso desproporcionado
de los recursos naturales llevado a cabo históricamente por algunos
países». [9] Como enseña la Sagrada Escritura, la
tierra pertenece a Dios y todos nosotros habitamos en ella como «extranjeros y
huéspedes» ( Lv 25,23). Si verdaderamente queremos preparar en
el mundo el camino de la paz, esforcémonos por remediar las causas que originan
las injusticias, cancelemos las deudas injustas e insolutas y saciemos a los
hambrientos.
17.
Durante el próximo Jubileo se conmemorará un aniversario muy significativo para
todos los cristianos. Se cumplirán, en efecto, 1700 años de la
celebración del primer gran Concilio ecuménico de Nicea. Conviene recordar
que, desde los tiempos apostólicos, los pastores se han reunido en asambleas en
diversas ocasiones con el fin de tratar temáticas doctrinales y cuestiones
disciplinares. En los primeros siglos de la fe los sínodos se multiplicaron
tanto en el Oriente como en el Occidente cristianos, mostrando cuánto fuese
importante custodiar la unidad del Pueblo de Dios y el anuncio fiel del
Evangelio. El Año jubilar podrá ser una oportunidad significativa para dar
concreción a esta forma sinodal, que la comunidad cristiana advierte hoy como
expresión cada vez más necesaria para corresponder mejor a la urgencia de la
evangelización: que todos los bautizados, cada uno con su propio carisma y
ministerio, sean corresponsables, para que por la multiplicidad de
signos de esperanza testimonien la presencia de Dios en el mundo.
El
Concilio de Nicea tuvo la tarea de preservar la unidad, seriamente amenazada
por la negación de la plena divinidad de Jesucristo y de su misma
naturaleza con el Padre. Estuvieron presentes alrededor de trescientos obispos,
que se reunieron en el palacio imperial el 20 de mayo del año 325, convocados
por iniciativa del emperador Constantino. Después de diversos debates, todos
ellos, movidos por la gracia del Espíritu, se identificaron en el Símbolo de la
fe que todavía hoy profesamos en la Celebración eucarística dominical. Los
padres conciliares quisieron comenzar ese Símbolo utilizando por primera vez la
expresión «Creemos» [10], como testimonio de que en ese “nosotros”
todas las Iglesias se reconocían en comunión, y todos los cristianos profesaban
la misma fe.
El
Concilio de Nicea marcó un hito en la historia de la Iglesia. La conmemoración
de esa fecha invita a los cristianos a unirse en la alabanza y el
agradecimiento a la Santísima Trinidad y en particular a Jesucristo, el Hijo de
Dios, «de la misma naturaleza del Padre» [11], que nos ha revelado semejante misterio
de amor. Pero Nicea también representa una invitación a todas las Iglesias y comunidades
eclesiales a seguir avanzando en el camino hacia la unidad visible, a no
cansarse de buscar formas adecuadas para corresponder plenamente a la oración
de Jesús: «Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que
también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste»
( Jn 17,21).
En
el Concilio de Nicea se trató además el tema de la fecha de la Pascua. A este
respecto, todavía hoy existen diferentes posturas, que impiden celebrar el
mismo día el acontecimiento fundamental de la fe. Por una circunstancia
providencial, esto tendrá lugar precisamente en el Año 2025. Que este
acontecimiento sea una llamada para todos los cristianos de Oriente y de
Occidente a realizar un paso decisivo hacia la unidad en torno a una fecha
común para la Pascua. Muchos, es bueno recordarlo, ya no tienen conocimiento de
las disputas del pasado y no comprenden cómo puedan subsistir divisiones al
respecto.
Anclados en la esperanza
18.
La esperanza, junto con la fe y la caridad, forman el tríptico de las “virtudes
teologales”, que expresan la esencia de la vida cristiana (cf. 1 Co 13,13; 1
Ts 1,3). En su dinamismo inseparable, la esperanza es la que, por así
decirlo, señala la orientación, indica la dirección y la finalidad de la
existencia cristiana. Por eso el apóstol Pablo nos invita a “alegrarnos en la
esperanza, a ser pacientes en la tribulación y perseverantes en la oración”
(cf. Rm 12,12). Sí, necesitamos que “sobreabunde la esperanza”
(cf. Rm 15,13) para testimoniar de manera creíble y atrayente
la fe y el amor que llevamos en el corazón; para que la fe sea gozosa y la
caridad entusiasta; para que cada uno sea capaz de dar aunque sea una sonrisa,
un gesto de amistad, una mirada fraterna, una escucha sincera, un servicio
gratuito, sabiendo que, en el Espíritu de Jesús, esto puede convertirse en una
semilla fecunda de esperanza para quien lo recibe. Pero, ¿cuál es el fundamento
de nuestra espera? Para comprenderlo es bueno que nos detengamos en las razones
de nuestra esperanza (cf. 1 P 3,15).
19.
«Creo en la vida eterna» [12]: así lo profesa nuestra fe y la esperanza
cristiana encuentra en estas palabras una base fundamental. La esperanza, en
efecto, «es la virtud teologal por la que aspiramos […] a la vida eterna como
felicidad nuestra». [13] El Concilio Ecuménico Vaticano II
afirma: «Cuando […] faltan ese fundamento divino y esa esperanza de la vida
eterna, la dignidad humana sufre lesiones gravísimas —es lo que hoy con
frecuencia sucede—, y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del
dolor, quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la
desesperación». [14] Nosotros, en cambio, en virtud de la
esperanza en la que hemos sido salvados, mirando al tiempo que pasa, tenemos la
certeza de que la historia de la humanidad y la de cada uno de nosotros no se
dirigen hacia un punto ciego o un abismo oscuro, sino que se orientan al
encuentro con el Señor de la gloria. Vivamos por tanto en la espera de su
venida y en la esperanza de vivir para siempre en Él. Es con este espíritu que
hacemos nuestra la ardiente invocación de los primeros cristianos, con la que termina
la Sagrada Escritura: «¡Ven, Señor Jesús!» ( Ap 22,20).
20.
Jesús muerto y resucitado es el centro de nuestra fe. San Pablo, al enunciar en
pocas palabras este contenido —utiliza sólo cuatro verbos—, nos transmite el
“núcleo” de nuestra esperanza: «Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo
mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue
sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura. Se apareció a
Pedro y después a los Doce» ( 1 Co 15,3-5). Cristo murió, fue
sepultado, resucitó, se apareció. Por nosotros
atravesó el drama de la muerte. El amor del Padre lo resucitó con la fuerza del
Espíritu, haciendo de su humanidad la primicia de la eternidad para nuestra
salvación. La esperanza cristiana consiste precisamente en esto: ante la
muerte, donde parece que todo acaba, se recibe la certeza de que, gracias a
Cristo, a su gracia, que nos ha sido comunicada en el Bautismo, «la vida no
termina, sino que se transforma» [15] para siempre. En el Bautismo, en
efecto, sepultados con Cristo, recibimos en Él resucitado el don de una vida
nueva, que derriba el muro de la muerte, haciendo de ella un pasaje hacia la
eternidad.
Y
si bien, frente a la muerte —dolorosa separación que nos
obliga a dejar a nuestros seres más queridos— no cabe discurso alguno, el
Jubileo nos ofrecerá la oportunidad de redescubrir, con inmensa gratitud, el don
de esa vida nueva recibida en el Bautismo, capaz de transfigurar su
dramaticidad. En el contexto jubilar, es significativo reflexionar sobre cómo
se ha comprendido este misterio desde los primeros siglos de nuestra fe. Por
ejemplo, los cristianos, durante mucho tiempo construyeron la pila bautismal de
forma octogonal, y todavía hoy podemos admirar muchos bautisterios antiguos que
conservan dicha forma, como en San Juan de Letrán en Roma. Esto indica que en
la fuente baustismal se inaugura el octavo día, es decir, el de la
resurrección, el día que va más allá del tiempo habitual, marcado por la
sucesión de las semanas, abriendo así el ciclo del tiempo a la dimensión de la
eternidad, a la vida que dura para siempre. Esta es la meta a la que tendemos
en nuestra peregrinación terrena (cf. Rm 6,22).
El
testimonio más convincente de esta esperanza nos lo ofrecen los mártires,
que, firmes en la fe en Cristo resucitado, supieron renunciar a la vida terrena
con tal de no traicionar a su Señor. Ellos están presentes en todas las épocas
y son numerosos, quizás más que nunca en nuestros días, como confesores de la
vida que no tiene fin. Necesitamos conservar su testimonio para hacer fecunda
nuestra esperanza.
Estos
mártires, pertenecientes a las diversas tradiciones cristianas, son también
semillas de unidad porque expresan el ecumenismo de la sangre. Durante el
Jubileo, por lo tanto, mi vivo deseo es que haya una celebración ecuménica
donde se ponga de manifiesto la riqueza del testimonio de estos mártires.
21.
¿Qué será de nosotros, entonces, después de la muerte? Más allá de este umbral
está la vida eterna con Jesús, que consiste en la plena comunión con Dios, en
la contemplación y participación de su amor infinito. Lo que ahora vivimos en
la esperanza, después lo veremos en la realidad. San Agustín escribía al
respecto: «Cuando me haya unido a Ti con todo mi ser, nada será para mí dolor
ni pena. Será verdadera vida mi vida, llena de Ti». [16] ¿Qué caracteriza, por tanto, esta
comunión plena? El ser felices. La felicidad es la vocación
del ser humano, una meta que atañe a todos.
Pero,
¿qué es la felicidad? ¿Qué felicidad esperamos y deseamos? No se trata de una
alegría pasajera, de una satisfacción efímera que, una vez alcanzada, sigue
pidiendo siempre más, en una espiral de avidez donde el espíritu humano nunca
está satisfecho, sino que más bien siempre está más vacío. Necesitamos una
felicidad que se realice definitivamente en aquello que nos plenifica, es
decir, en el amor, para poder exclamar, ya desde ahora: Soy amado, luego
existo; y existiré por siempre en el Amor que no defrauda y del que nada ni
nadie podrá separarme jamás. Recordemos una vez más las palabras del Apóstol:
«Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los
principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo
alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor
de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,38-39).
22.
Otra realidad vinculada con la vida eterna es el juicio de Dios,
que tiene lugar tanto al culminar nuestra existencia terrena como al final de
los tiempos. Con frecuencia, el arte ha intentado representarlo —pensemos en la
obra maestra de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina— acogiendo la concepción
teológica de su tiempo y transmitiendo a quien observa un sentimiento de temor.
Aunque es justo disponernos con gran conciencia y seriedad al momento que
recapitula la existencia, al mismo tiempo es necesario hacerlo siempre desde la
dimensión de la esperanza, virtud teologal que sostiene la vida y hace posible
que no caigamos en el miedo. El juicio de Dios, que es amor (cf. 1 Jn 4,8.16),
no podrá basarse más que en el amor, de manera especial en cómo lo hayamos
ejercitado respecto a los más necesitados, en los que Cristo, el mismo Juez,
está presente (cf. Mt 25,31-46). Se trata, por lo tanto, de un
juicio diferente al de los hombres y los tribunales terrenales; debe entenderse
como una relación en la verdad con Dios amor y con uno mismo en el corazón del
misterio insondable de la misericordia divina. En este sentido, la Sagrada
Escritura afirma: «Tú enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser amigo de los
hombres y colmaste a tus hijos de una feliz esperanza, porque, después del
pecado, das lugar al arrepentimiento […] y, al ser juzgados, contamos con tu
misericordia» ( Sb 12,19.22). Como escribía Benedicto
XVI,«en el momento del Juicio experimentamos y acogemos este predominio de su
amor sobre todo el mal en el mundo y en nosotros.El dolor del amor se convierte
en nuestra salvación y nuestra alegría». [17]
El
Juicio, entonces, se refiere a la salvación que esperamos y que Jesús nos ha
obtenido con su muerte y resurrección. Por lo tanto, está dirigido a abrirnos
al encuentro definitivo con Él. Y dado que no es posible pensar en ese contexto
que el mal realizado quede escondido, este necesita ser purificado,
para permitirnos el paso definitivo al amor de Dios. Se comprende en este
sentido la necesidad de rezar por quienes han finalizado su camino terreno;
solidarizándose en la intercesión orante que encuentra su propia eficacia en la
comunión de los santos, en el vínculo común que nos une con Cristo, primogénito
de la creación. De esta manera la indulgencia jubilar, en virtud de la oración,
está destinada en particular a los que nos han precedido, para que obtengan
plena misericordia.
23.
La indulgencia, en efecto, permite descubrir cuán ilimitada es la
misericordia de Dios. No sin razón en la antigüedad el término “misericordia”
era intercambiable con el de “indulgencia”, precisamente porque pretende
expresar la plenitud del perdón de Dios que no conoce límites.
El sacramento
de la Penitencia nos asegura que Dios quita nuestros pecados. Resuenan
con su carga de consuelo las palabras del Salmo: «Él perdona todas tus culpas y
cura todas tus dolencias; rescata tu vida del sepulcro, te corona de amor y de
ternura. […] El Señor es bondadoso y compasivo, lento para enojarse y de
gran misericordia; […] no nos trata según nuestros pecados ni nos paga
conforme a nuestras culpas. Cuanto se alza el cielo sobre la tierra, así de
inmenso es su amor por los que lo temen; cuanto dista el oriente del occidente,
así aparta de nosotros nuestros pecados» (Sal 103,3-4.8.10-12). La
Reconciliación sacramental no es sólo una hermosa oportunidad espiritual, sino
que representa un paso decisivo, esencial e irrenunciable para el camino de fe
de cada uno. En ella permitimos que Señor destruya nuestros pecados, que sane
nuestros corazones, que nos levante y nos abrace, que nos muestre su rostro
tierno y compasivo. No hay mejor manera de conocer a Dios que dejándonos
reconciliar con Él (cf. 2 Co 5,20), experimentando su perdón.
Por eso, no renunciemos a la Confesión, sino redescubramos la belleza del
sacramento de la sanación y la alegría, la belleza del perdón de los pecados.
Sin
embargo, como sabemos por experiencia personal, el pecado “deja huella”, lleva
consigo unas consecuencias; no sólo exteriores, en cuanto consecuencias del mal
cometido, sino también interiores, en cuanto «todo pecado, incluso venial,
entraña apego desordenado a las criaturas que es necesario purificar, sea aquí
abajo, sea después de la muerte, en el estado que se llama Purgatorio». [18] Por lo tanto, en nuestra humanidad
débil y atraída por el mal, permanecen los “efectos residuales del pecado”.
Estos son removidos por la indulgencia, siempre por la gracia de Cristo, el
cual, como escribió san Pablo VI, es «nuestra “indulgencia”». [19] La Penitenciaría Apostólica se
encargará de emanar las disposiciones para poder obtener y hacer efectiva la
práctica de la indulgencia jubilar.
Esa
experiencia colma de perdón no puede sino abrir el corazón y la mente a perdonar.
Perdonar no cambia el pasado, no puede modificar lo que ya sucedió; y, sin
embargo, el perdón puede permitir que cambie el futuro y se viva de una manera
diferente, sin rencor, sin ira ni venganza. El futuro iluminado por el perdón
hace posible que el pasado se lea con otros ojos, más serenos, aunque estén aún
surcados por las lágrimas.
Durante
el último Jubileo extraordinario instituí los Misioneros de la
Misericordia, que siguen realizando una misión importante. Que durante el
próximo Jubileo también ejerciten su ministerio, devolviendo la esperanza y
perdonando cada vez que un pecador se dirige a ellos con corazón abierto y
espíritu arrepentido. Que sigan siendo instrumentos de reconciliación y ayuden
a mirar el futuro con la esperanza del corazón que proviene de la misericordia
del Padre. Quisiera que los obispos aprovecharan su valioso servicio,
enviándolos especialmente allí donde la esperanza se pone a dura prueba, como
las cárceles, los hospitales y los lugares donde la dignidad de la persona es
pisoteada; en las situaciones más precarias y en los contextos de mayor
degradación, para que nadie se vea privado de la posibilidad de recibir el
perdón y el consuelo de Dios.
24.
La esperanza encuentra en la Madre de Dios su testimonio más
alto. En ella vemos que la esperanza no es un fútil optimismo, sino un don de
gracia en el realismo de la vida. Como toda madre, cada vez que María miraba a
su Hijo pensaba en el futuro, y ciertamente en su corazón permanecían grabadas
esas palabras que Simeón le había dirigido en el templo: «Este niño será causa
de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a
ti misma una espada te atravesará el corazón». (Lc 2,34-35). Por
eso, al pie de la cruz, mientras veía a Jesús inocente sufrir y morir, aun
atravesada por un dolor desgarrador, repetía su “sí”, sin perder la esperanza y
la confianza en el Señor. De ese modo ella cooperaba por nosotros en el
cumplimiento de lo que había dicho su Hijo, anunciando que «debía sufrir mucho
y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que
debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días» (Mc 8,31),
y en el tormento de ese dolor ofrecido por amor se convertía en nuestra Madre,
Madre de la esperanza. No es casual que la piedad popular siga invocando a la
Santísima Virgen como Stella maris, un título expresivo de la
esperanza cierta de que, en los borrascosos acontecimientos de la vida, la
Madre de Dios viene en nuestro auxilio, nos sostiene y nos invita a confiar y a
seguir esperando.
A
este respecto, me es grato recordar que el Santuario de Nuestra Señora de
Guadalupe en la Ciudad de México se está preparando para celebrar, en el 2031,
los 500 años de la primera aparición de la Virgen. Por medio de Juan Diego, la
Madre de Dios hacía llegar un revolucionario mensaje de esperanza que aún hoy repite
a todos los peregrinos y a los fieles: «¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu
madre?». [20] Un mensaje similar se graba en los
corazones en tantos santuarios marianos esparcidos por el mundo, metas de
numerosos peregrinos, que confían a la Madre de Dios sus preocupaciones, sus
dolores y sus esperanzas. Que en este Año jubilar los santuarios sean lugares
santos de acogida y espacios privilegiados para generar esperanza. Invito a los
peregrinos que vendrán a Roma a detenerse a rezar en los santuarios marianos de
la ciudad para venerar a la Virgen María e invocar su protección. Confío en que
todos, especialmente los que sufren y están atribulados, puedan experimentar la
cercanía de la más afectuosa de las madres que nunca abandona a sus hijos; ella
que para el santo Pueblo de Dios es «signo de esperanza cierta y de
consuelo». [21]
25.
Mientras nos acercamos al Jubileo, volvamos a la Sagrada Escritura y sintamos
dirigidas a nosotros estas palabras: «Nosotros, los que acudimos a él, nos sentimos
poderosamente estimulados a aferrarnos a la esperanza que se nos ofrece. Esta
esperanza que nosotros tenemos es como un ancla del
alma, sólida y firme, que penetra más allá del velo, allí mismo
donde Jesús entró por nosotros, como precursor» (Hb 6,18-20). Es
una invitación fuerte a no perder nunca la esperanza que nos ha sido dada, a
abrazarla encontrando refugio en Dios.
La
imagen del ancla es sugestiva para comprender la estabilidad y la seguridad que
poseemos si nos encomendamos al Señor Jesús, aun en medio de las aguas agitadas
de la vida. Las tempestades nunca podrán prevalecer, porque estamos anclados en
la esperanza de la gracia, que nos hace capaces de vivir en Cristo superando el
pecado, el miedo y la muerte. Esta esperanza, mucho más grande que las
satisfacciones de cada día y que las mejoras de las condiciones de vida, nos
transporta más allá de las pruebas y nos exhorta a caminar sin perder de vista
la grandeza de la meta a la que hemos sido llamados, el cielo.
El
próximo Jubileo, por tanto, será un Año Santo caracterizado por la esperanza
que no declina, la esperanza en Dios. Que nos ayude también a recuperar la
confianza necesaria —tanto en la Iglesia como en la sociedad— en los vínculos
interpersonales, en las relaciones internacionales, en la promoción de la
dignidad de toda persona y en el respeto de la creación. Que el testimonio
creyente pueda ser en el mundo levadura de genuina esperanza, anuncio de cielos
nuevos y tierra nueva (cf. 2 P 3,13), donde habite la justicia
y la concordia entre los pueblos, orientados hacia el cumplimiento de la
promesa del Señor.
Dejémonos
atraer desde ahora por la esperanza y permitamos que a través de nosotros sea
contagiosa para cuantos la desean. Que nuestra vida pueda decirles: «Espera en
el Señor y sé fuerte; ten valor y espera en el Señor» (Sal 27,14).
Que la fuerza de esa esperanza pueda colmar nuestro presente en la espera
confiada de la venida de Nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la alabanza y la
gloria ahora y por los siglos futuros.
Dado en Roma, en San Juan de Letrán, el 9 de mayo,
Solemnidad de la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, del año 2024, duodécimo
de Pontificado.
FRANCISCO
[1] Sermón 198, 2.
[2] Cf. Fuentes Franciscanas,
n. 263, 6.10.
[3] Cf. Misericordiae Vultus, Bula de convocación del Jubileo
Extraordinario de la Misericordia, nn. 1-3.
[4] Const. past. Gaudium et spes, n. 4.
[5] Carta enc. Laudato si’, n. 50.
[6] Cf. Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 2267.
[7] Carta enc. Laudato si’, n. 49.
[8] Carta enc. Fratelli tutti, n. 262.
[9] Carta enc. Laudato si’, n. 51.
[10] Símbolo niceno: H. Denzinger
– A. Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum definitionum et declarationum
de rebus fidei et morum, n. 125.
[11] Ibíd.
[12] Símbolo de los Apóstoles: H.
Denzinger – A. Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum definitionum et
declarationum de rebus fidei et morum, n. 30.
[13] Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 1817.
[14] Const. past. Gaudium et spes, n. 21.
[15] Misal Romano, Prefacio de
difuntos I.
[16] Confesiones X, 28.
[17] Carta enc. Spe salvi, n. 47.
[18] Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 1472.
[19] Carta ap. Apostolorum limina (23
mayo 1974), II.
[20] Nican Mopohua, n. 119.
[21] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 68.
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